Lejos de la furia ideológica de la campaña, el presidente de Estados Unidos despliega en este último tramo del año una estrategia que desconcierta a propios y ajenos
Donald Trump decidió archivar la retórica incendiaria que lo caracteriza y comenzó a mostrar señales de pragmatismo. Los movimientos de las últimas semanas en la Casa Blanca revelan que su objetivo principal ya no es ganar batallas culturales en redes sociales, sino cerrar tratos que mantengan la economía a flote y reduzcan los frentes de conflicto abiertos.
La prueba más contundente de este giro fue la reciente reunión con Volodímir Zelenski. Lejos de cortar la ayuda de raíz como prometían sus aliados, Trump optó por una presión calculada. La foto en el Despacho Oval mostró a un Trump que no busca la rendición de Ucrania, ya que necesita colgarse la medalla de “pacificador” antes de fin de año y para eso necesita a Zelenski sentado en la mesa, no derrotado y fuera de juego.
Este pragmatismo se vio también en su relación con Lula Da Silva. El vínculo, que se preveía catastrófica por las abismales diferencias ideológicas, encontró un cauce de convivencia basado en los negocios. En su último encuentro con el presidente brasileño, Trump dejó de lado los ataques al “comunismo” para centrarse en aranceles y energía. En la Casa Blanca entienden que empujar a Brasil completamente a los brazos de China es un error estratégico.
Quizás el movimiento más extraño, fue su cumbre con Zohran Mamdani, el nuevo alcalde socialista de Nueva York, a quién hace meses insultaba públicamente. Trump, consciente de que el caos en su ciudad natal afecta tanto a la imagen del país como a su propio imperio inmobiliario, pactó una tregua de “ley y orden”. De esta manera, decidió validar a su rival político porque necesita que la maquinaria de Wall Street funcione sin fricciones.








