El presidente Daniel Tillard apunta a dejar una “plantilla óptima” para abrir el capital del ayor banco público del país
El Banco Nación vive una transformación silenciosa. Un reordenamiento quirúrgico, ejecutado piso por piso, que para los trabajadores ya tiene nombre propio: privatización encubierta. La dirección del banco sigue desplazando cuadros históricos y reemplazándolos por profesionales llegados del sistema financiero privado. Una avanzada que, según fuentes internas, apunta a dejar una “plantilla óptima” para abrir el capital del mayor banco público del país.
El movimiento empezó hace algunos meses, con la llegada de Marisa Ures (ex HSBC), Claudio Scarso (ex Banco Galicia) y el omnipresente Javier Santolia, que desembarcó en el área de Tecnología. Santolia opera con un enorme margen de libertad: subcontrata personal a través de empresas de “servicios eventuales de sistemas”, una práctica que irrita a los sectores sindicales y alimenta la sospecha de un vaciamiento funcional.
Ahora el golpe es más profundo. El Banco Nación reemplazó al Subgerente General de Banca Personas, Javier Comba, quien llevaba menos de un año en el cargo. Adentro del edificio de Plaza de Mayo lo leen como un mensaje: nadie es imprescindible, todos son reemplazables.
En el primer piso —el de las decisiones estratégicas— hay un nombre clave. Armando Guibert, el hombre de confianza de Federico Sturzenegger dentro del banco. Es “los ojos y los oídos” del arquitecto regulatorio del mileísmo. Allí se diseña una racionalización de personal con un objetivo explícito: reducir la plantilla, recortar áreas y dejar un banco “más liviano”, preparado para una eventual apertura del capital.
La hoja de ruta del Gobierno es conocida: demostrar que el sector público es ineficiente y caro, intervenir sus estructuras para achicar costos y luego argumentar que la única salida es privatizar. Con el Banco Nación, la estrategia es todavía más sensible: se trata de la entidad financiera más grande del país, administradora del crédito productivo y de miles de cuentas públicas.
Milei avanzó primero con el DNU de desregulación, luego con el marco normativo de privatizaciones contenido en la Ley Bases, y más tarde con un reordenamiento del sector financiero que apunta al corazón del modelo estatal. El Banco Nación nunca salió formalmente a la venta, pero su reconversión interna se mueve en paralelo a los planes del Gobierno para “liberar” el sistema bancario y abrir la participación de capitales privados en empresas públicas estratégicas.
La preocupación en la línea es máxima. Los sindicatos detectan una caída en la dotación, ascensos congelados, gerencias intervenidas y un creciente reemplazo de cuadros profesionales del banco por ejecutivos del sector privado. “Lo están preparando para otro dueño”, resume un gerente con décadas en la casa, que describe un clima de incertidumbre permanente.
En el entorno de Milei, Sturzenegger y Guibert sostienen que no se trata de una privatización, sino de una “modernización”. Pero en el Banco Nación ya nadie compra ese argumento. La secuencia es demasiado familiar: auditorías internas, consultoras externas, recorte de gerencias, tercerización de áreas sensibles, incorporación de cuadros ajenos a la cultura del banco y, finalmente, la apertura del paquete accionario.
El Gobierno quiere mostrar números ordenados. Quiere que el banco sea rentable. Quiere que sea “atractivo”. Y en política financiera, lo “atractivo” siempre es el primer paso para lo vendible.
Mientras tanto, el Banco Nación sigue su metamorfosis. Silenciosa. Técnica. Pero profundamente política. Una privatización que todavía no se anuncia, pero que en sus pasillos muchos sienten que ya empezó.








